Aquella tarde nubosa, con neblinas intermitentes, que parecía alargarse como si el día fuera más duradero, salió un rayo de sol entre las oscuras nubes, adentrándose entre los ramajes de los altos cipreses, iluminando el húmedo suelo alfombrado de paja mojada y dando claridad a la senda por la que transitaba.
La tenue lluvia dejo de caer como si no quisiera mojar el rayo de sol. De pronto me pare, miré al cielo y observé cómo se dispersaban las nubes. Pensé entre mí que el tiempo cambiaba y me permití continuar el paseo, cambiando mi idea de volver atrás por si la tarde se estropeaba, para evitar que mayor aguacero pudiera ablandar el camino e impidiera el regreso al lugar de origen.
Proseguí convencido de que no soportaría ese riesgo y llegué hasta el sendero que baja al río. Bajé por él y llegué hasta la orilla del río, de poco caudal, de fondo arenoso con guijarros, de agua circulante pero lenta y cristalina, con matorral en sus orillas, salvo la que yo pisaba observando que era arenosa, como si de una playa fluvial se tratara. Correteaban cerca de mí pequeños pececillos que indicaban la salubridad del medio en que se movían. Ello me llevó a pensar que podría saciar mi sed, pues si los peces no morían, qué mal me podría atacar a mí por el hecho de darme un trago de aquella agua en la que ellos también vivían. Me agaché, hice un cuenco con mis manos, cogí agua, que estaba muy fresquita, y me la tiré a la cara y seguidamente, en otro intento, me la llevé a la boca y me supo tan a poca que varias veces lo repetí.
Era el momento de volver, volver al lugar de donde venía. La tarde estaba cayendo, el sol indicaba que pronto escondería su luz y apremiaba el tiempo de tal modo que no era cuestión de pensarlo, sino de salir andando vuelta atrás de modo que la noche no se echara encima y poder sortear los charcos que la lluvia había dejado en el sendero a fin de no resbalar en la tierra empapada y evitar caídas innecesarias.
Con paso ligero emprendí el regreso, siempre mirando la silueta del horizonte por donde el sol se escondería. Ese sol tan luminoso pasó en pocos instantes a ser una bola más anaranjada. Estaba al borde del horizonte. Parecía una naranja subrayada por una linea que iba limando al sol de abajo a arriba, dejando una imagen de tienda de acampada de nieve que fue desapareciendo y dando color rojizo a los trozos de pequeñas nubes que todavía flotando permanecían. De poca luz disponía, había que aligerar el paso y no salirme de la senda que, por estar calva de vegetación, me permitía verla mejor.
Al fin regreso a casa. Divisé en la lejanía la silueta de la iglesia, de su campanario y de los tejados de sus aledaños. Ya no temía ni hacerme daño ni aun andando con más premura que lo hubiera hecho una criatura, que yo ya no estaba para trotes, sino para pasear despacio y sin tropiezos. en pocos minutos estaba allí. Cené y a dormir y en mi sueño volví a recorrer el mismo sendero desde que salí hasta el lugar de regreso. Me sentí a gusto, vencí el trastorno del sueño, Había hecho la curva del sueño sin interrupciones y de dormir o despertarme ahora yo era el dueño.
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