LOS PETARDOS DE SAN JUAN
Me abruman los petardos,
todo mi ser se altera al escucharlos, me vuelvo histérico, despotrico y
destierro a los improvisados artificieros y solo deseo que la meta del
artefacto, si he de ser yo, sea él y se le meta donde no le haga daño, pero le
quede un recuerdo que perdure de facto para próximos años, de modo que le quede
presente que eso de tirar artefactos es muy fuerte y que puede hacer daño.
Me encantan las
hogueras, esas llamas llenas de colores enrojecidos que parpadean señalando el
cielo, ese olor a leña seca, ese crujir de la madera en ascuas, el humo en
dirección incierta, el desmoronamiento al arder los sarmientos, las caras
iluminadas de los presentes iluminadas por las llamas y el hedor de alrededor a
tierra mojada. La hogueras son un milagro de la naturaleza, arden vigorosas,
destruyen cualquier cosa; surgen al combustionar y no paran, feroces las
llamas, hasta con todo terminar. Pero no llevan artificio, sino que por
naturaleza es uno de los más antiguos oficios.
Petardos modernos y
hogueras antiguas, una antítesis de explosión en una noche de San Juan, en la
que, si no fuera por los primeros todo sería natural, convirtiendo la noche en
un remanso de paz y felicidad.
No es de extrañar que
cada mañana postrera a las fiestas de San Juan, nos levantemos creyendo que los
de los petardos nunca va a terminar,
pues siempre hay quien reserva los petardos de mayor calado para impresionar,
ya de buena mañana, a los que han de madrugar, aunque los pobres perros, que
sufren más, son los que anuncian con sus ladridos que la fiesta no acaba de
terminar. A este respecto, deciros que encontré una amiga cuyo perro parecía
andar mal, pero me explico que no era por cojera o algo similar, sino que
tantos días aguantando a los artificieros de los petardos le habían causado un
estreñimiento singular. Entendí, entonces, por qué el mío andaba más o menos
igual y es que el pobre ha sufrido tanto que no sabe dónde meterse y que cada
vez que oye uno hasta se estremece.
Otros petarderos sus petardos
guardan para conmemorar el día de San Pedro, que debe estar tan sordo como San
Juan, ya que en sus vísperas aparecen los que parecen expertos del artificio,
como si fuera su oficio, haciendo explosionar toda la artillería que guardaban
para por fin las fiestas terminar.
Pasó San Juan, todo
volvió a la normalidad. Esta mañana salí a pasear y, en mi deambular, descubrí
que de esta fiesta no todo es maldad, sino que tiene la ventaja de poder pasear
a primera hora de la mañana cuando todos los artificieros ya se han ido a
acostar.
Has de sortear
obstáculos de recipientes de bebidas y carcasas de artificios de los
petarderos, pero disfrutas de la paz y la armonía, sabiendo que todos duermen y
que ya no habrá que soportar humo y ruido, aunque queden en la reserva algunos
todavía.
Encuentras algún
transeúnte despierto que lamenta la suciedad de las calles, los tiznajos de la
explosión y los desperfectos en el mobiliario urbano y los más despotricantes
piensan que debió el artefacto darles en el ano, aunque eso no evitará que cada
año haya accidentes en pies o manos.
Otros trasnochados
preguntan por el metro y es que con tanto ruido y tanta explosión, además de la
bebida que se han metido dentro y la falta de sueño por vivir la fiesta con
tanto empeño, caminan aturdidos sin la lucidez debida y buscar cómo llegar a
casa supone un reto.
En la playa se observan,
como leones marinos, algunos que allí durmieron después de tomar sus vinos, con
el runrún de las olas, alumbrados por la superluna y encogidos desde la cabeza a la cola.
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