lunes, 14 de diciembre de 2015

SENTIMIENTOS DE UN SISANTEÑO

SENTIMIENTOS DE UN SISANTEÑO

Mi alma, empapada de mi pueblo, Sisante, despierta sentimientos de la idiosincracia de sus gentes y se encharca de recuerdos del itínerin de mi infancia, a la que retrocedo con solo respirar el aire que lo envuelve, las montañas que lo circundan y la llanura sobre la que se asienta y que se prolonga desde San Clemente hasta el Picazo, ribeteada por los montículos de Pozoamargo y la Cuesta de la Muela.

Esas gentes, bonachonas, pero engreídas y presumidas, muy aferradas a lo suyo y capaces de ser doctores en los temas más controvertidos dentro de su tosquedad y rudeza, me transportaron muy lejos en mi memoria recordando los mejores momentos de mi infancia, una infancia que, por los años vividos lejos de mi pueblo, no sería capaz de recordar si no fuera por las estampas de cada una de sus caras, que me trasportan a otros tiempos de vivencias en mi infancia inolvidable.


Eran tiempos en que no había viejos, ni mucho menos sabíamos que era eso de la tercera edad. Solo había abuelos, que todavía eran el tronco principal de la familia. Y porque no había viejos, no existían las residencias y cada cual vivía en su casa hasta sus últimos días, llegando al final del camino debidamente atendidos por los que con él vivían.

Eran tiempos en los que se vivía con tal intensidad que ahora, pasados 50 ó 60 años, todavía te permiten recordar, como fotogramas de película real, momentos sucedidos a edades muy tempranas de mi primera edad.

Recuerdo que para mi ya eran mayores, casi viejos diría yo, los que habían alcanzado 18 ó 20 años, aquellos que, cuando nevaba comenzaban a hacer una bola de nieve con una simple piedra, las que era fácil encontrar en aquellas calles de barro y tierra, para seguir volteando hasta conseguir una enorme, que era necesario darle vueltas hasta llegar al rincón o plaza más cercano para, sobre ella, hacer un monigote de la misma masa, que perduraría, al quedar helado, varios días y hasta más de un mes, aun después de no quedar ningún atisbo de nieve en todo el pueblo.

Esos mayores, mientras los más pequeños nos dedicábamos al salir de la escuela a jugar a las pistolas alrededor de la iglesia, o a juntar el álbum de Rin Tin Tin o de los equipos de fútbol mediante el juego de los cromos de palma, o a leer los tebeos del Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcazar y Pedrín, etc., jugaban a otros como "el cenao", con las bolas, o  "las careras" con las chapas de monedas de otros tiempos. Y ente tanto, más pequeños y más mayores, todas las edades en general, organizaban juegos tales como el de la maricoya, la rana, a la zapatilla por detrás, al dólar, al pañuelo, al corro de la patata, a la gallinita ciega, a la comba, al aro, al escondite, a la peonza, y una interminable retahíla de infinidad de juegos, incluidos los de mesa, como la brisca, el cinquillo, el mus, el póker, los dados, todos los de la baraja en general y muchos más, como la maricolla, de grandes y pequeños.

Todavía recuerdo con gran lucidez las largas noches de verano, con cada vecino tomando el fresco a la puerta de su casa, con charlas interminables, con mucho calor pero con el fresquito típico de la noche, después del tórrido día entre campo y mies a la postre de copiosa cena. No puedo tampoco olvidar los casi tres meses de trilla y olor a mies, las cinas y el aprovechamiento del viento para aventar y el posterior acarreo del grano y la paja que se guardaban en la cámara y el pajar. La trilla y su pedernal, más tarde algún trillo, el garabato, la vertedera y el carro, la galera y los meriñaques que se les aplicaban para transportar la mies. Ahora ya no se siembran garbanzos, alubias, ni fríjoles, o guisantes que ahora queda mejor, tan solo lentejas, que si quieres las tomas y si no las dejas. Por desgracia, tampoco se pueden apreciar los campos de azafrán.

Entonces no había tractores, solo burros y mulos, a los que se ataviaba con el mandil, el horcate o el collerón, otras veces en el yugo, dependiendo de la labor a realizar, pero que constituían la mayor ayuda en las labores agrícolas y que las hacían posibles, sin que se echara de menos la maquinaria que vendría después, el tractor, la cosechadora, sembradoras y otras más, aunque si he de ser sincero, en aquellos tiempos ya existía la máquina de aventar lentejas, todo un milagro para aquel lugar.


Esos tiempos, allá por los años 50 y poco más, hasta los casi 70, años que yo, porque allí he vivido, puedo recordar, en que el gorrino de San Antón campaba por las calles en busca de alimento de casa en casa, porque las puertas de cada vecino totalmente abiertas dejaban ver los patios de entrada y hasta la propia casa, sin que fuera necesario el llamador, ni mucho menos el timbre que no existía, bastando con entrar hasta donde encontrar al vecino de la casa con una simple llamada de voz. Ese gesto de confianza de dejar abiertas todas las puertas  ya se ha perdido, como se ha perdido el salir a tomar el fresco por la noche, o el ir de matanza en matanza a cada casa de vecino, o la ilusión de ver la tele en cualquier tele de los tres adelantados en tenerla cuando casi nadie la tenía, donde se reunían para ver las películas de Joselito y Marisol, que aunque eran en blanco y negro sabían a color.


No quiero olvidarme del trueque, ese tú me das vino porque tienes bodega y yo te doy aceite, o yo te llevo trigo a tu molino y me traigo harina. No había moneda, pero había comercio; había hambre pero comíamos; no estábamos globalizados pero sí muy unidos; había necesidades, pero la básica era llenar el estómago; tampoco podían despertarse otras porque tan escasos eran los recursos como lo eran las ofertas de mercado. Recuerdo aquellas zapatillas de goma que todos los guachos llevábamos todo el año, con pie descubierto en verano y calcetín de lana hecho con agujas por nuestras abuelas y madres en invierno. 

Recuerdo al pescatero que surtía de pescado al pueblo y del pregonero pregonando las sardinas y los capellanes con su trompetilla por todos los barrios y plazas, liando de vez en cuando su cigarrillo con aquella maquinilla que, si levantara la cabeza, podría comprobar que hoy es de gran usanza, ya que la usa una gran cantidad de fumadores, por lo que se consideraría un adelantado a su tiempo.

No había afluencia turística, ni retornados de los que por distintas razones buscamos nuestro sustento en otros lugares de España, pero había un gran comercio. Recuerdo la tienda de Manolo Jover, a quien dentro de mi ingenuidad siempre le consideré como introductor de la expresión "Mare megua" por su origen catalán y su similitud con "Mare meva" que traducido del catalán al castellano significa "Madre mía". No olvidemos la tienda de María de Fontecha, precursora de la moda sin duda; de la tienda de Pifa en el Pozo Viejo con gran repertorio de mercancía y después en la plaza; de la tienda de la Moñita en la Plaza del Angelillo que, además de vender de todo, propiciaba por su acusada sordera y el volumen que ponía que todo el barrio pudiera estar al tanto de los seriales que en la radio se ofrecían; del Colmado, como así se llamaría ahora, de Pablete que nos abastecía de cuanto se te pudiera pasar por la cabeza comer, enlatado o fresco, hortícola o frutal, de todo cuanto existía en Albacete en general; de la tienda de Sapitre, frente a la también tienda de Cabezón, así como la droguería de Antonio Cuesta Escudero. No olvidemos tampoco las carnicerías como la de Hico y otras desaparecidas o aún existentes; los distintos emprendedores, como ahora se les calificaría, de reparaciones de motos y bicicletas o taller de coches; aquellos cuyo oficio era empedernar las trillas; los correacheros que trabajaban en la guarnición de caballos o mulas y hacían el aparejo de los mulos y burros para el tiro de carros, remolques y los aparejos para la labranza y otra infinidad de oficios, como los labradores, los podadores, o aquellos bien labrados en el injerto u otros menesteres. Tampoco quiero olvidarme de los panaderos, el Churro, Hermenegildo, el Torero, la del Pozo Viejo, etc. Hemos de recordar a los que surtían de agua potable al pueblo, como el Moreno o el Morillo y otros, a Eduardín el pastelero, del que todavía recuerdos sus milhojas, al Marqués que nos surtía de polos, y que bien sentaban en el campo de fútbol, al Garbancero con su emblemática caseta en la plaza, que además de golosinas, pipas y garbanzos, disponía de tebeos y hasta petardos. Y si alguien queda en el tintero que me perdone, pues trato de recodar lo que tuve en el olvido durante 50 años y soy consciente que los de antaño del lugar me corregirían y añadirían.

Por cierto, hablando de añadir, no puedo dejar en el olvido el bar de Perín, después de Antonio, el cine de Herrera con su gallinero y platea, ambos lugares emblemáticos que desaparecieron sin más y que, cada vez que volvía al pueblo, conocido el suceso, me costaba hasta llorar.

Voy repasando cuánto se me va ocurriendo plasmar por escrito, comparo con el presente y llego a la conclusión de que el pueblo ha pegado un cambio soberbio. ¿Para bien o para mal? No me atrevo a calificar, porque habrá sido para bien para unos y no también para otros, aunque sin duda tengo que aceptar que se ha prosperado, pero a costa de y con una pérdida importante de población, esa población que triunfó fuera de las fronteras que le vio nacer y que, como el emigrante, vivió siempre con el alma mirando a su tierra, defendiendo su pueblo y aupándolo a lo más alto en cualquiera de los foros en los que le ha tocado vivir. Ahora regresan al final de su legislatura de trabajo y, a su llegada, se preguntan sí realmente encuentran ese pueblo por el que en la lejanía tanto sufrieron y al que a dientes defendieron y exaltaron. No puedo sino hacer un llamamiento a cuantos tuvieron, no sé si la suerte, de vivir en su pueblo, de que no traten con recelo al oriundo que vuelve, ni con extrañeza al extranjero que viene, que aprendan de todos ellos, que cada cual tiene sus vivencias y que no se encierren en su egocéntrica idiosincrasia y se abran al mundo que les rodea, que aunque no sea la panacea algo les podrá aportar.

Isidro Jiménez


No hay comentarios:

Publicar un comentario