SENTIMIENTOS DE UN
SISANTEÑO
Mi alma, empapada de mi pueblo, Sisante, despierta
sentimientos de la idiosincracia de sus gentes y se encharca de recuerdos del
itínerin de mi infancia, a la que retrocedo con solo respirar el aire que lo
envuelve, las montañas que lo circundan y la llanura sobre la que se asienta y
que se prolonga desde San Clemente hasta el Picazo, ribeteada por los
montículos de Pozoamargo y la Cuesta de la Muela.
Esas gentes, bonachonas, pero engreídas y presumidas, muy
aferradas a lo suyo y capaces de ser doctores en los temas más controvertidos
dentro de su tosquedad y rudeza, me transportaron muy lejos en mi memoria
recordando los mejores momentos de mi infancia, una infancia que, por los años
vividos lejos de mi pueblo, no sería capaz de recordar si no fuera por las
estampas de cada una de sus caras, que me trasportan a otros tiempos de
vivencias en mi infancia inolvidable.
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Eran tiempos en que no había viejos, ni mucho menos
sabíamos que era eso de la tercera edad. Solo había abuelos, que todavía eran
el tronco principal de la familia. Y porque no había viejos, no existían las
residencias y cada cual vivía en su casa hasta sus últimos días, llegando al
final del camino debidamente atendidos por los que con él vivían.
Eran tiempos en los que se vivía con tal intensidad que
ahora, pasados 50 ó 60 años, todavía te permiten recordar, como fotogramas de
película real, momentos sucedidos a edades muy tempranas de mi primera edad.
Recuerdo que para mi ya eran mayores, casi viejos diría
yo, los que habían alcanzado 18 ó 20 años, aquellos que, cuando nevaba
comenzaban a hacer una bola de nieve con una simple piedra, las que era fácil
encontrar en aquellas calles de barro y tierra, para seguir volteando hasta
conseguir una enorme, que era necesario darle vueltas hasta llegar al rincón o
plaza más cercano para, sobre ella, hacer un monigote de la misma masa, que
perduraría, al quedar helado, varios días y hasta más de un mes, aun después de
no quedar ningún atisbo de nieve en todo el pueblo.
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Esos mayores, mientras los más pequeños nos dedicábamos
al salir de la escuela a jugar a las pistolas alrededor de la iglesia, o a
juntar el álbum de Rin Tin Tin o de los equipos de fútbol mediante el juego de
los cromos de palma, o a leer los tebeos del Capitán Trueno, El Jabato, Roberto
Alcazar y Pedrín, etc., jugaban a otros como "el cenao", con las
bolas, o "las careras" con las
chapas de monedas de otros tiempos. Y ente tanto, más pequeños y más mayores,
todas las edades en general, organizaban juegos tales como el de la maricoya,
la rana, a la zapatilla por detrás, al dólar, al pañuelo, al corro de la
patata, a la gallinita ciega, a la comba, al aro, al escondite, a la peonza, y
una interminable retahíla de infinidad de juegos, incluidos los de mesa, como
la brisca, el cinquillo, el mus, el póker, los dados, todos los de la baraja en
general y muchos más, como la maricolla, de grandes y pequeños.
Todavía recuerdo con gran lucidez las largas noches de
verano, con cada vecino tomando el fresco a la puerta de su casa, con charlas
interminables, con mucho calor pero con el fresquito típico de la noche,
después del tórrido día entre campo y mies a la postre de copiosa cena. No
puedo tampoco olvidar los casi tres meses de trilla y olor a mies, las cinas y el
aprovechamiento del viento para aventar y el posterior acarreo del grano y la
paja que se guardaban en la cámara y el pajar. La trilla y su pedernal, más
tarde algún trillo, el garabato, la vertedera y el carro, la galera y los
meriñaques que se les aplicaban para transportar la mies. Ahora ya no se
siembran garbanzos, alubias, ni fríjoles, o guisantes que ahora queda mejor,
tan solo lentejas, que si quieres las tomas y si no las dejas. Por desgracia,
tampoco se pueden apreciar los campos de azafrán.
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Entonces no había tractores, solo burros y mulos, a los
que se ataviaba con el mandil, el horcate o el collerón, otras veces en el
yugo, dependiendo de la labor a realizar, pero que constituían la mayor ayuda
en las labores agrícolas y que las hacían posibles, sin que se echara de menos
la maquinaria que vendría después, el tractor, la cosechadora, sembradoras y
otras más, aunque si he de ser sincero, en aquellos tiempos ya existía la
máquina de aventar lentejas, todo un milagro para aquel lugar.
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Esos tiempos, allá por los años 50 y poco más, hasta los
casi 70, años que yo, porque allí he vivido, puedo recordar, en que el gorrino
de San Antón campaba por las calles en busca de alimento de casa en casa,
porque las puertas de cada vecino totalmente abiertas dejaban ver los patios de
entrada y hasta la propia casa, sin que fuera necesario el llamador, ni mucho
menos el timbre que no existía, bastando con entrar hasta donde encontrar al vecino
de la casa con una simple llamada de voz. Ese gesto de confianza de dejar
abiertas todas las puertas ya se ha
perdido, como se ha perdido el salir a tomar el fresco por la noche, o el ir de
matanza en matanza a cada casa de vecino, o la ilusión de ver la tele en
cualquier tele de los tres adelantados en tenerla cuando casi nadie la tenía,
donde se reunían para ver las películas de Joselito y Marisol, que aunque eran
en blanco y negro sabían a color.
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No quiero olvidarme del trueque, ese tú me das vino
porque tienes bodega y yo te doy aceite, o yo te llevo trigo a tu molino y me
traigo harina. No había moneda, pero había comercio; había hambre pero
comíamos; no estábamos globalizados pero sí muy unidos; había necesidades, pero
la básica era llenar el estómago; tampoco podían despertarse otras porque tan
escasos eran los recursos como lo eran las ofertas de mercado. Recuerdo
aquellas zapatillas de goma que todos los guachos llevábamos todo el año, con
pie descubierto en verano y calcetín de lana hecho con agujas por nuestras
abuelas y madres en invierno.
Recuerdo al pescatero que surtía de pescado al pueblo y
del pregonero pregonando las sardinas y los capellanes con su trompetilla por
todos los barrios y plazas, liando de vez en cuando su cigarrillo con aquella
maquinilla que, si levantara la cabeza, podría comprobar que hoy es de gran
usanza, ya que la usa una gran cantidad de fumadores, por lo que se
consideraría un adelantado a su tiempo.
No había afluencia turística, ni retornados de los que
por distintas razones buscamos nuestro sustento en otros lugares de España,
pero había un gran comercio. Recuerdo la tienda de Manolo Jover, a quien dentro
de mi ingenuidad siempre le consideré como introductor de la expresión
"Mare megua" por su origen catalán y su similitud con "Mare
meva" que traducido del catalán al castellano significa "Madre
mía". No olvidemos la tienda de María de Fontecha, precursora de la moda
sin duda; de la tienda de Pifa en el Pozo Viejo con gran repertorio de mercancía
y después en la plaza; de la tienda de la Moñita en la Plaza del Angelillo que,
además de vender de todo, propiciaba por su acusada sordera y el volumen que
ponía que todo el barrio pudiera estar al tanto de los seriales que en la radio
se ofrecían; del Colmado, como así se llamaría ahora, de Pablete que nos
abastecía de cuanto se te pudiera pasar por la cabeza comer, enlatado o fresco,
hortícola o frutal, de todo cuanto existía en Albacete en general; de la tienda
de Sapitre, frente a la también tienda de Cabezón, así como la droguería de
Antonio Cuesta Escudero. No olvidemos tampoco las carnicerías como la de Hico y
otras desaparecidas o aún existentes; los distintos emprendedores, como ahora
se les calificaría, de reparaciones de motos y bicicletas o taller de coches;
aquellos cuyo oficio era empedernar las trillas; los correacheros que trabajaban
en la guarnición de caballos o mulas y hacían el aparejo de los mulos y burros
para el tiro de carros, remolques y los aparejos para la labranza y otra
infinidad de oficios, como los labradores, los podadores, o aquellos bien
labrados en el injerto u otros menesteres. Tampoco quiero olvidarme de los
panaderos, el Churro, Hermenegildo, el Torero, la del Pozo Viejo, etc. Hemos de
recordar a los que surtían de agua potable al pueblo, como el Moreno o el
Morillo y otros, a Eduardín el pastelero, del que todavía recuerdos sus
milhojas, al Marqués que nos surtía de polos, y que bien sentaban en el campo
de fútbol, al Garbancero con su emblemática caseta en la plaza, que además de
golosinas, pipas y garbanzos, disponía de tebeos y hasta petardos. Y si alguien
queda en el tintero que me perdone, pues trato de recodar lo que tuve en el
olvido durante 50 años y soy consciente que los de antaño del lugar me
corregirían y añadirían.
Por cierto, hablando de añadir, no puedo dejar en el
olvido el bar de Perín, después de Antonio, el cine de Herrera con su gallinero
y platea, ambos lugares emblemáticos que desaparecieron sin más y que, cada vez
que volvía al pueblo, conocido el suceso, me costaba hasta llorar.
Voy repasando cuánto se me va ocurriendo plasmar por
escrito, comparo con el presente y llego a la conclusión de que el pueblo ha
pegado un cambio soberbio. ¿Para bien o para mal? No me atrevo a calificar,
porque habrá sido para bien para unos y no también para otros, aunque sin duda
tengo que aceptar que se ha prosperado, pero a costa de y con una pérdida
importante de población, esa población que triunfó fuera de las fronteras que
le vio nacer y que, como el emigrante, vivió siempre con el alma mirando a su
tierra, defendiendo su pueblo y aupándolo a lo más alto en cualquiera de los
foros en los que le ha tocado vivir. Ahora regresan al final de su legislatura
de trabajo y, a su llegada, se preguntan sí realmente encuentran ese pueblo por
el que en la lejanía tanto sufrieron y al que a dientes defendieron y
exaltaron. No puedo sino hacer un llamamiento a cuantos tuvieron, no sé si la
suerte, de vivir en su pueblo, de que no traten con recelo al oriundo que
vuelve, ni con extrañeza al extranjero que viene, que aprendan de todos ellos,
que cada cual tiene sus vivencias y que no se encierren en su egocéntrica
idiosincrasia y se abran al mundo que les rodea, que aunque no sea la panacea
algo les podrá aportar.
Isidro Jiménez
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