LA CORRECCIÓN
EN LA CONVERSACIÓN.
Esta noche no puedo dormir. Tengo los ojos más abiertos
que cuando se sueña despierto. Junto a la chimenea, con las llamas que se
menean, asando unas costillas, rodeado de unos cuantos tertulianos, me esfuerzo
por seguir el hilo de la conversación, pues hasta ahora, después de una hora,
no he sido capaz de conversación entablar con ninguno de ellos, ya que hablan
al tiempo y me encuentro fura de tiempo
cuando quiero hablar o hablo a destiempo y, lógicamente, no me entero de na.
Al fin se va apagando la conversación. Parece como si los tertulianos no tuvieran recursos para conversar o seguir en sus argumentos a
los demás. Eso me da a mi fuerza. Ahora me encuentro en mi lugar. Estoy a punto
de empezar a hablar y, de pronto, alguien me interrumpe y me hace callar. Me
siento mal. Tan difícil es dejar hablar que nos cuesta callar y hasta escuchar.
Odio a quien no sabe escuchar, al que corta al que va a
hablar y al que habla por hablar. Empiezo a pensar, no soy de este mundo o
éstos que son mis semejantes no se asemejan tanto a mí, o tal vez mi semejanza
no es la de ellos, que al fin y al cabo es igual, pero, semejanza a parte,
ellos o yo los hábitos al hablar deberíamos cambiar, de modo que todos en
tertulia aprendamos a hablar sin pisar, a callar cuando nos toca, a escuchar
siempre evitando el desprecio de el de enfrente, a no cambiar de conversación
cuando ésta está en su mayor fragor menospreciando cada intervención, a aportar
lo mejor de nosotros en la misma haciéndola mas rica, a aprender de lo que
aportan los demás, a saber preguntar cuando no nos enteramos de na, a explicar
ordenadamente tus comentarios, a resaltar lo que te gusta de cuanto te aportan,
a enseñar en lo que dominas al resto y tantos otros retos que deberíamos
proponernos practicar cuando una conversación emprendemos, de modo que, huyendo
del protagonismo que en nosotros no ha de imperar, sepamos ganarnos a los
contertulianos enseñándoles de modo ejemplar la forma en que debemos participar
en las conversaciones, para que no parezcan canciones de tríos o quintetos en
las que, ni los que hablan, ni los que parecen escuchar, llegan a enterarse de
na.
Ya entrada la noche llega el momento de degustar. Las
costillas a la brasa son un manjar y casi nadie habla para no perderse una
tajá. Aprovecho yo el tiempo, sin perder bocado y aun con la boca llena, para
empezar un tema que me interesa destacar, pues hasta ahora solo se había hablado de cuatro frivolidades sin más,
que eran un aburrimiento y más para unos hambrientos que se perdían en la
conversación porque el cordero y su olor te llenaban los sentidos hasta el
punto de sentirse ofendidos por no haber empezado con las costillas ya. Y en
ese trance, todos callados, costilla en manos y manifestando con boca llena y
olfateando su buen sabor, me dispuse a intervenir antes de ver venir a uno que
se quería adelantar, tan sólo para decir, porque me interrumpió, que el cordero
estaba delicioso y que cenas así, aunque a horas intempestivas, más a menudo
había que repetir. Más este simple comentario me dejó otra vez sin hablar y me
trajo a la mente que lo mejor era callar porque era el momento de degustar y
mientras estuviera degustando, de mí
pocas palabras iban a sacar. A la cuarta costilla, de estar solo no
hubiera comido más, pero, acompañado y sin poder hablar, me dispuse a continuar. Sin duda
acerté, porque era lechal digno de un manjar y como invitado no podía quedar
mal.
Cumplí, como se suele decir, como un gran comensal,
colosal hasta saciar, pero en mis entrañas
tenía cosas que no digería, de esas extrañas que te corroen porque en tu mente
no las amañas para poder entenderlas tejiéndolas poco a poco como la tela de
araña. Esas cosas, entre otras, eran que había observado cómo las
conversaciones y comentarios sin valor son aquéllos que más interesan en un
comedor, como si estuviera vedado al comensal, al mismo tiempo que el estómago
llenar, ir ordenando en su mente las cosas importantes de qué hablar, de modo
que pueda aprender el que habla y los demás. Al fin y al cabo al hablar de
necedad todos somos igual y ésta empieza por no ser conscientes de que comiendo
y bebiendo también se puede aprender, sabiendo entresacar al otro lo que nos
interesa saber, no diciendo trivialidades y sandeces que los demás no merecen.
Me recuerda lo que sucede en estas escenas, - puede ser
en una comida o una cena o simplemente charlar sin más -, a cualquier escena
televisiva, de teatro o de cine, el que tiene tan alto el IVA, en donde el
protagonista o el segundón se esmeran y esfuerzan por hacerlo lo mejor y, si se
trata de hacer reír, procurar del espectador el mayor énfasis al sonreír a
carcajadas con enormes risas en cascada. Y me trae esos recuerdos el hecho de
que los intervinientes en la tertulia no cesan en verter, una y otra vez,
banalidades y estupideces, que tal vez a ninguno interesen, incluso algo soez,
hasta conseguir saciar su sed, siendo protagonistas del momento, erigiéndose
entre los demás como un monumento que supo aprovechar su verborrea y su sin
gracia para caer entre todos, con su elegancia y arrogancia, en gracia. Pero
que al final, rebobinas y te das cuenta que no dijo na, que cuanto conversó y
platicó al charlar, no tenía otra finalidad que conseguir ante los demás su
momento estelar.
Me permito recomendar que no caigamos en el error de, haciendo cuanto antes he criticado, querer ser el mejor en cualquier reunión, pues si mejor es hacer algo con mayor
perfección y es lo que pretendemos, la lección es que hemos de actuar con
corrección poniendo empeño en hablar de lo que sabemos, preguntar y no fruncir
el ceño, callar cuando escuchemos, escuchar y analizar, respetar a los demás y
ante todo saber dejar hablar.
Isidro Jiménez
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