Aquella mañana,
desde la ventana de mi habitación un poco entreabierta, trataba, apenas sacando
al exterior la cabeza, de adivinar qué tiempo haría y qué ropa sería la más apropiada para un
paseo por la orilla del mar. Sentí una suave brisa en mi cara y aprecié algunas
nubes en el cielo que propiciaban algunas sombras, lo que me llevó a creer que
lo más acertado sería portar alguna prenda de abrigo y vestirme ligero de ropa
para poder abrigarme en caso necesario y pasear sin sudores de moverme ligero,
la mejor forma de arropar mi cuerpo con el atuendo correcto ante el sol y ante
el viento.
Vestido según mi
creencia, me dispuse a salir a la calle, totalmente vestido, con toda la ropa
que había cogido, pues descubrí nada más pisar el asfalto que debía llevar
puesto todo, debido a esa brisa un poco gélida que por las calles se desplazaba
haciendo sentir un poco de frío. A medida que calle tras calle recorría y me
aproximaba al mar, la brisa iba desapareciendo, las nubes que antes había visto
se tornaban más blancas e iba irradiando más luz en mi entorno, como si todo
tomara otro color por la proximidad al mar, un color más claro, de más brillo,
haciendo esa mañana, a primera vista medio nubosa y fresca, más cálida y
despejada que prometía un día más radiante, con más sol y más apropiado para
ese paseo que por la orilla del mar me había propuesto dar.
Tan sólo hube de
recorrer la distancia de tres calles, por la poca distancia que me separa del
mar, para enseguida ver allá en la distancia, antes de cruzar el puente que
llega a él, esas aguas azuladas oscuras, que anuncian profundidad, allá en la
lejanía, que parecen el límite de ese infinito mar, y más próximas esas otras
estelas de agua más clara que indican menor hondura y un fondo de arena no tan
lejano a su superficie. A mis pies, traspasada la arena que conforma la playa,
se rendían las olas, donde llega el final del mar, donde los bañistas se tienden
a tomar el sol o se sientan a contemplar sin más esas olas, a los propios
bañistas dentro del agua, a las barquichuelas, o su abismo y su profundidad e
inmensidad.
No me senté en
la arena. No era de mi agrado despojarme de mis prendas y tomar el sol. A decir
verdad, tampoco me había puesto el bañador, lo cual, de haberlo llevado
aun no puesto, no hubiera sido obstáculo
o impedimento para bañarme, al ser posible hacerlo en el servicio de sanitarios
disponible, pero era más de mi apetencia pasear, que es la idea inicial que me
había llevado allá. Así pues, me despojé del calzado, como no podía ser de otra
manera si quieres mojarte los pies y, con pies descalzos, me propuse recorrer,
salpicando el agua, toda la playa, o cala como dirían otros, de espigón a
espigón, chapoteando en el agua, dando patadas al final de las olas, con
cuidado para no mojar los bajos de los pantalones, observando el ir y venir de
aquéllas, disfrutando de su frescor, de su salinidad que te hace desaparecer
hasta los granos, como niño que descubre por primera vez un gigante charco,
imaginando la llegada de su barco de papel tras ser investido por la ola una y
otra vez.
En ese
placentero paseo, adentrado en mí, venían a mí pensamientos una y otra vez, que
repicaban en mi mente, que me hacían consciente de la similitud del trajín de
las olas en ese infinito charco con
nuestras azarosas vidas en medio de la nada. ¡Es curioso, -decía entre mí-,
cómo nuestro insignificante ser es zarandeado a lo largo de nuestra vida en el
lugar que le ha tocado vivir, a veces sin rumbo fijo, perdido en muchas
ocasiones, desorientado casi siempre, aturdido en muchos casos, rodeados de
gente y tan solos al mismo tiempo en muchos instantes, creyéndonos los reyes
del mundo en muchos momentos e insignificantes en otros! Y daba vueltas y
vueltas a esa azarosa vida, cargada de tantos sinsabores unas veces y de tanta
mentirosa grandiosidad otras, repasando cada episodio de mi vida, valorando
cada instante y almacenándolo como archivo a leer, repasar y corregir, a fin de
lograr, en la medida de lo posible,
concatenar todo lo vivido, como se concatenan las olas del mar para llegar al
final, tratando en ese corregir llegar también al final y entre tanto ser cada
día más feliz.
Isidro Jiménez
No hay comentarios:
Publicar un comentario