LOS CAMBIOS EN LA VIDA POR EL ENTORNO
Sin duda estamos sometidos a cambios en nuestra vida que, aunque no queramos
o tratemos de que no se produzcan, se suceden más a menudo de lo que
esperábamos y nos hacen salir de nuestra
rutina diaria, produciendo a su vez cambios en nuestro comportamiento, en
nuestra alimentación, en nuestra forma de relacionarnos con la gente y hasta en
nuestra forma de pensar y de ser.
Lo anterior me lleva a la conclusión de que, aunque consideremos que casi
en todas partes se vive igual y que ya quedan pocas costumbres exclusivas y
casi nada singular de cualquier lugar, existe eso que llamamos la idiosincrasia
de un pueblo, esa personalidad y peculiaridad distinta que lo hace
diferenciarse de los demás, tanto en sus gentes como en sus costumbres y formas
de vida, así como en la particularidad de sus habitantes y el distintivo y
rasgos propios de sus construcciones, monumentos, paisajes, naturaleza y fauna.
Esta reflexión a simple vista sencilla y poco retorcida, tiene un trasfondo
y profundidad que, de ahondar en ella, nos puede llevar a conocer y convivir,
no muy lejos de donde vivimos habitualmente, con un mundo muy distinto al que
día a día asistimos.
Me estoy refiriendo a ese impacto que produce el cambio de vida de la ciudad
al pueblo, principalmente si se trata de un pueblo pequeño y de población
reducida, de no más de dos mil habitantes, de gentes con arraigo, la mayor
parte oriundas del lugar y con costumbres de vida de toda la vida y de por
vida, porque a simple vista nada ni nadie las hará cambiar. Gentes que viven en
su particular mundo, que ellos y en conjunto, han ido creando a lo largo de
años y años y del que no salen porque no les afectan los cambios producidos en
la sociedad, a pesar de que van teniendo conocimiento de ellos a través de los
familiares, vecinos o allegados, que vuelven a su pueblo natal tras años de
haber emigrado a otros pueblos de mayor renombre o abolengo o ciudades, lugares
donde prima el estrés, la moda, el lujo, el consumo y sobre todo una amalgama
de obligaciones y necesidades a las que aquéllas personas del pequeño pueblo al
que me refiero han casi renunciado, tal vez por la intuición de que no es para
ellos lo mejor, puesto que su vida es plena en el sosiego, el reposo y la
tranquilidad, proporcionándoles un letargo de bonanza ya en su avanzada edad.
Pero no es mi intención escribir sobre esas gentes sencillas que optaron
por cerrarse al progreso por considerarlo poco menos que nocivo para su
existencia, a los que el tan traído y llevado término de la globalización les
viene grande, a quienes las nuevas tecnologías, las redes sociales u otros
modernismos que nos inundan les parecen cosas que no entienden ni va con ellos,
sino de aquéllos que, tras vivir en esa maraña de ambiciones y necesidades en que
embulle la ciudad, optaron un día por retornar su vida al pequeño pueblo que
les vio nacer, tratando de encontrar entre esos hombres de cara ruda y tosca y
de faz marcada, ese mismo sosiego y tranquilidad que vivieron en él de
chiquillos, que nunca en toda su vida de ausencia de su pueblo olvidaron y que
ahora tratan de reproducirla como si de una obra de teatro de su niñez se
tratara.
Duro choque encuentra el que a su pueblo retorna: toda su vida ha estado
imaginándose su pueblo como una estampa inamovible, como un cuadro fijo, como
una película inalterable, olvidando que todo, hasta su pueblo, es cambiante. Ya
nada es igual. Todo ha cambiado. No es posible revivir el pasado si no es de
forma superficial, tratando de convivir con esa idiosincrasia que en parte
perdura, pero que ha sufrido modificaciones de importancia relevante: el pueblo
ha crecido, la construcción ha sido imparable, los monumentos han envejecido,
las viviendas se han adaptado al bienestar, el clima se ha enrarecido; de los
lugareños muchos son desaparecidos y otros por ser jóvenes son para el que
llega desconocidos; se han perdido costumbres, algunas casas ya no disponen ni
de chimenea para la lumbre; no se come lo mismo, pues han llegado los
supermercados que a las pequeñas tiendas de toda la vida les han producido un
altercado; Ya no se siega, ya no se trilla, ya no huele a paja húmeda, ni se
cogen lentejas, ni garbanzos o habichuelas, ni aun siquiera se quita el sapo a
la patata y es que todo tanto ha cambiado que dudo que sigan existiendo las
garrapatas.
Toda una vida pensando en el pueblo que le vio nacer, en su pueblo, en ese
pueblo cuya estampa se llevó en su mente y la fue reproduciendo en su memoria
en cada momento de su historia. En su retina quedaron las calles, las casas y
sus gentes y hasta sus campos y los pueblos vecinos lindantes, como un lienzo
perdurable, como algo inmemorable, que defendió y ensalzó entre otros como si
fuera del mundo lo mejor. Ahora, llegado el momento de poder retornar a su
pueblo, ya retirado de su trabajo habitual en la gran ciudad, vuelve con la
imagen que se llevó, creyendo que va encontrar todo aquello que dejó, pero nada
más lejos de la realidad, el pueblo ya no es igual.
Han pasado tantos años que, aun sin darse cuenta, hasta ha cambiado el que
a su pueblo llega, sin ser consciente de que su percepción de las cosas ya no
son las de un niño o adolescente, sino que los avatares de la vida fuera de él
le curtieron y le hicieron tal vez menos sensible a esa sensiblería y
sentimentalismos que transportó en su interior mientras estuvo lejos del pueblo
que le vio nacer.
Y ese paso de los años no ha sido en vano, le ha dado otra visión de la
vida, le ha reportado un sinfín de vivencias y anécdotas dignas de escribir
libros enteros que le harían agradable el resto de sus días, pero, aun así, a
pesar de casi toda una vida entera fuera del pueblo, cuando a éste llega olvida
todo lo vivido fuera y se empeña y aferra en recordar esa estampa que de su
pueblo dejó cuando de él se marchó. Y es que el pasado nos tira hacia él y
hemos de procurar vivir el presente teniendo muy presente que, en el presente,
lo importante es vivir.
Relato corto de isidrojimenez.com