Me causa desazón ver como la Semana Santa es, para una mayoría de nuestros conciudadanos, simplemente una semana de vacaciones. Sin sentido espiritual y a la búsqueda de la diversión. No digamos cuando se llega, como en algunas concentraciones en poblaciones de playa, a convertirlas en deplorables orgías, como ocurre año tras año en el Saloufest, todo un símbolo de cómo deteriorar a los jóvenes.
No siento añoranza de aquellos tiempos de mi infancia, y que recordarán aquellos lectores ya mayores, en que la Semana Santa era luto riguroso, en que estaba prohibida otra música en la radio que no fuera la sacra, no se proyectaban películas de cine o más tarde eran sólo de temática religiosa católica, con los días de la muerte del Señor en que ni las campanas de las iglesias doblaban porque su sonido parecería demasiado alegre y era sustituido por el traqueteo sordo de las carracas, en que todos las imágenes de las iglesias quedaban tapadas con lienzos morados. Cuando lo recuerdo me parece fruto de un enfoque hacia un catolicismo tristón que parecía olvidar la grandeza de la inminente Pascua con la Resurrección de Cristo.
Hoy una parte importante de los actos de la Semana Santa de siempre se mantienen, como muchas de las procesiones, pero quienes las sustentan dan más la impresión de hacerlo como manifestación cultural popular que religiosa. ¡Cuando no quedan simplemente en reclamo turístico! Hoy hay más soldados romanos o costaleros que nunca los hubo en la historia de nuestras poblaciones, pero podría resultar decepcionante el resultado de una encuesta que indicara cuántos de entre ellos van a misa cada domingo.
Ante tal panorámica alguno puede llegar a preguntarse, ¿tiene sentido mantener la Semana Santa? En una sociedad en que la indiferencia religiosa es tan enorme, ¿vale la pena celebrar estos actos religiosos? Cuestión, obviamente planteada desde la óptica de la vida espiritual, no del interés turístico o de la cohesión local por la participación e implicación de los ciudadanos en eventos folklóricos.
No sé si hay que apenarse o ni siquiera preocuparse por la desaparición de alguna procesión, pero lo que sin duda para los cristianos tiene vigencia hoy y la tendrá siempre es el recordar y tratar de vivir con intensidad la Pasión y Muerte de Cristo, la instauración de la Eucaristía y la gran fiesta de la Pascua con la resurrección.
En estos días la figura de Cristo se nos presenta en el nivel máximo de entrega, donación sin límites, desbordamiento de amor. Rememoramos el momento cumbre de nuestra redención. Y debemos sacar consecuencias para mejorar nuestra vida cristiana.
Ciertamente, los que acuden a las iglesias estos días no son tantos como hace unas décadas, pero también es una realidad que los creyentes son más conscientes y consecuentes, que su presencia en el templo no es el resultado de rutinas o de un ambiente que conducía a ello sin más reflexión. Son personas que saben porqué van al templo y porqué renuncian a otras actividades sin duda más divertidas que posiblemente están realizando algunos de sus propios familiares o vecinos, que tienen la seguridad de que encontrarse con Cristo, acompañarle, recibirle, es mucho mejor que el más soñado de los viajes o que cualquier divertida jornada de playa. He podido comprobar cómo en algunos de los oficios de Semana Santa el silencio era tan denso que se podía cortar con cuchillo, porque todos los asistentes, y no eran pocos, mantenían un absoluto recogimiento.
Siguen siendo muchos los que van a la bendición de la palma el Domingo de Ramos o que asisten a procesiones, aunque probablemente el resto del año no pisan una iglesia excepto si han acudir a un bautizo, boda o entierro. No es ni mucho menos lo ideal, ni la bendición de Ramos o las procesiones lo más importante, pero vale más que se mantengan. Al menos, es un tenue cordón que los mantiene relacionados con la Iglesia y que algún día puede dar sus frutos. Además, algo queda si la vida cristiana influye en la cultura. Muy bien afirmaba san Juan Pablo II que “la religión debe hacerse cultura”, en el sentido de que llegue a impregnar la vida de la sociedad.
En estos días de Semana Santa muchos de nuestros conciudadanos estarán de viaje, harán deporte en zonas de montaña, o se estirarán en las hamacas o las toallas de las playas para tomar el sol, ajenos totalmente al gran misterio de la salvación. Pero Cristo murió también por ellos. Y los cristianos que acudimos a aquellas celebraciones contribuimos, aunque sea sólo con una gota, a esta transformación de las personas y del mundo, por muy desapercibido que parezca.
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