Un Estado que no es nuestro
El filósofo Alessandro Ferrara decía que los estados ya no tienen el poder de decir lo que importa, y situaba esta capacidad en los grandes bancos centrales, el BEI, la Reserva Federal, el Banco Popular de China… Estos son -decía- los que deciden de verdad, y añadía que los gobiernos estatales hacen ver que todo continua igual cuando no es así. Pueden modular los tonos dicen, pero ya no emiten melodías propias, ni tienen la capacidad de desarrollar modelos alternativos al del concierto de los gobiernos económicos de las regiones del planeta. Todo esto radicaliza a un sector de población que se siente desprotegido, abandonado o ninguneado por un estado que en realidad gobierna menos de lo que parece. También afirma que de esta dinámica surge la voluntad de crear nuevos estados, porque, y esa es otra cuestión de interés, como el Estado decide poco, la racionalidad cuenta menos que el sentimiento; es decir atribuye al independentismo una fuerte carga emotiva y otra de razón práctica. Puestos a que el Estado sirva de poco, mejor uno más pequeño y cercano, sobre todo si se cree que así se dispondrán de más recursos.
Todo esto puede matizarse mucho; podríamos hablar de la globalización financiera y la financiarizacion de la economía global, el peso de todo este gran entramado financiero, de las grandes multinacionales cuyo valor supera al PIB de la mayoría de países, de los nuevos imperios en la red: Facebook, Google, Twitter, configurándose como un gran poder manipulador de mentes, de la alianza entre toda esta economía y la ideología de género y del homosexualismo político, para situar la batalla en un terreno que no sea el económico, pero sumado y debatido todo esto no altera aquel esquema. Los ciudadanos, bien en grupos sociales, bien territoriales, que no se reconocen en el Estado discurren hacia el radicalismo político o el independentismo, dos formas políticas distintas que coinciden en dotar de esperanza en un nuevo régimen que los acoja mejor.
Esta sensación de desprotección del Estado no amainara al menos si la OCDE -es una visión de última hora; hay muchas más de concordantes- tiene razón, dado que augura en una previsión a largo plazo, 2060, un menor crecimiento económico y un aumento de la desigualdad: el cambio climático y el envejecimiento de la población; la falta de hijos, vamos, están en la raíz de la prospectiva, dos aspectos absolutamente olvidados entre nosotros, porque tenemos otras urgencias. Una idea de esta desigualdad nos la puede dar un último dato que nos habla de la división social del espacio: la diferencia de precio del metro cuadrado edificado en el barrio de Salamanca de Madrid es 243% mayor que el de Villaverde. Esta brecha era del 68% el 2006.
Podemos, otros movimientos emergentes, o el auge del independentismo en Cataluña se explican en buena medida, no en toda pero sí con un carácter muy decisivo, por esta “orfandad de Estado” o sería mejor decir de esta concepción del Estado que, según escribe Judt, ha crecido de forma continuada desde finales del XVII hasta el inicio de la década de los setenta, acelerándose a partir de 1910. Porque la cuestión es que lo que está en crisis es una determinada concepción del Estado basado en el individuo aislado, un hombre un voto, y un apabullante aparato burocrático justificado porque aportaba dos funciones, la redistributiva, a partir de los excesos del mercado, y la del “État-providence”, que garantiza la satisfacción de las necesidades y minimiza los riesgos. Este Estado protector está en crisis y con su versión antigua no la superará. Y este es el error de los justicialistas de estado, el pensar que si pueden retroceder en el tiempo.
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