Adolfo Suárez ha sido uno de los grandes gobernantes de España, la persona
que encarnó como la virtud esencial de la política la amistad civil, poseedora
de una fuerza de transformación inmensa. A otra escala, con otro dramatismo, es
el mismo método que hizo grande a Mandela. Todo un ejemplo a estudiar y
aplicar.
Con una extraña unanimidad en estos
tiempos que corren, y solo con microscópicas excepciones por el lado de la
extrema derecha, Suárez ha recibido tras su muerte el reconocimiento que este
país le debe.
En pocos años, llevó a cabo con éxito
una tarea realmente histórica: pilotar la Transición, convertir un Estado
autoritario, con querencias dictatoriales e impulsos de volver atrás, en una
democracia que despertó un gran tiempo de esperanza y de diálogo como en España
hace décadas y décadas que no ha conocido. Porque este país, incluso antes de
entrar en la fragmentación propia de toda sociedad desvinculada, ha sido
incapaz en la mayoría de ocasiones de escuchar al adversario político y ver en
el “otro” a alguien que también pretende construir o conservar lo que considera
mejor para todos. Eso es lo que Suárez hizo.
Acierta Rajoy cuando lo caracteriza como
de hacedor de concordia -acierta pero no aprende-. Porque Adolfo Suárez
se hizo grande por su capacidad para construir la amistad civil, la primera
virtud política, sin la que no puede existir el bien común. Los hombre que
persiguen el bien de la ciudad han de aprender a sentarse juntos y hablar de
sus distintas razones. Eso es lo que hizo Suárez en tiempos difíciles. Empezó
con la Ley de la Reforma Política que transformó el régimen de Franco, siguió
una difícil ley de amnistía de 1977, necesaria para restituir la credibilidad,
cruzó la línea roja de la legalización del Partido Comunista, y lo culminó con
una Constitución que ha dado estabilidad y flexibilidad al país, antes que los
que aplican la metodología contraria a la de Suárez se la carguen,
convirtiéndola en una norma que ya no es de todos sino de quien controla un
desprestigiado Tribunal Constitucional. Y todo esto lo hizo en medio de una
durísima crisis económica, la provocada por el primer y segundo impacto del
incremento de los precios del petróleo, que llevó a Europa a la estanflación.
Los Pactos de la Moncloa culminaron el proceso en el ámbito económico y social.
La recuperación de la Generalitat republicana, con Tarradellas al frente, y del
Gobierno Vasco, incardinándolos en una legalidad todavía post franquista, es un
acto de visión y audacia política increíble. Todo esto es un modelo ejemplar,
un patrimonio de todos, y un ejemplo que tiene un líder destacado en Adolfo
Suárez. No solo él, claro. Esta fue una época de grandes hombres políticos que
tenían bien aprendida la lección histórica de los daños del desacuerdo radical.
Cuando desde la Doctrina Social de la
Iglesia se solicita una determinada manera de hacer política, el nombre de
Suárez debe figurar como un modelo a estudiar, porque llevó a cabo aquello tan
necesario como utilizar sus virtudes para el bien común, y contener sus
defectos lo mejor que supo y pudo, y fue mucho. Gloria a Suárez, el gobernante
que hizo suyo a Aristóteles y a Santo Tomas sin haberlos estudiado. El
gobernante que entendió que la verdad existe como un espejo roto: cada uno
tiene una parte y su aportación es cooperar a reconstruirlo. Hoy, en nuestra
democracia, todos tienen su espejo. Ya no hay uno común a reconstruir. Se trata
de destruir los espejos de los demás.
Adolfo Suárez, es un mito para
una España que en la actualidad en una incrédula de la política.
Su muerte, rápida desde que su hijo
anunciara de forma inusual el desenlace, ha consternado a todos los políticos,
pero sobre todo a la ciudadanía española, que ha demostrado el aprecio que le
tenía como persona y como compendio de valores que deberían ser retomados por
los políticos actuales: telegenia, capacidad de liderazgo, atrevimiento,
valentía, determinación, habilidad, pactismo, una ligera retórica populista,
desclasamiento y ese final de llanero solitario, en su momento menospreciado.
Sus últimas horas han dado lugar a
distintas manifestaciones:
Decía Enric Juliana Madrid que fue un
hombre que murió cuatro veces: el 29 de enero de 1981, cuando se vio obligado a
dimitir como presidente, en medio de fuertes rumores de golpe de Estado
(rumores materializados el 23 de febrero de aquel año); en 1991, durante su
definitivo alejamiento de la política, tras los flojos resultados de su partido
de bolsillo, el Centro Democrático y Social; en el 2003, al iniciar un
progresivo alejamiento del mundo consciente, como consecuencia del alzheimer,
y, finalmente, la muerte clínica, ayer, 23 de marzo del 2014, al filo de las
tres de la tarde.
Mariano Rajoy calificó a Suárez de
“hombre de concordia” y destacó de manera especial su capacidad para forjar
consensos. “Su amor por España –dijo– resultó decisivo para reforzar los
vínculos que nos unen y para realzar la diversidad que nos enriquece”.
Elípticamente, Rajoy se presentó como continuador de ese legado: entendimiento,
concordia y solidaridad entre los españoles.
Alfredo Pérez Rubalcaba, secretario
general del PSOE, también quiso utilizar el concepto unidad: “Suárez supo unir
a quienes desde posiciones políticas distintas compartían con él un compromiso
por la libertad”. Felipe González, su gran adversario y competidor electoral
entre 1977 y 1981, remarcó la aportación suarista a la democracia y el
pluralismo. José María Aznar, que en su juventud publicó en el diario La Nueva
Rioja artículos de alarma e indignación por la manera como Suárez enfocaba la
cuestión territorial, reservó al fallecido “un puesto de honor en la histo-ria
de España”, no sin recordar que había sido su contrincante (electoral) y,
después, “un aliado y amigo”.
Miquel Roca, líder de CiU en Madrid
entre 1977 y 1995, le presentó como líder indiscutible de la transición. Artur
Mas le agradeció en nombre del pueblo de Catalunya el restablecimiento de la
Generalitat en 1977 (una de sus decisiones de mayor calado y audacia táctica) y
subrayó su atrevimientito y capaciad de riesgo. La tangente suarista también
estimula al soberanismo.
José Pedro Pérez Llorca, gran
colaborador y amigo del expresidente, el padre de la Constitución más parco en
palabras, observador irónico y preocupado de la actual situación española. “Fue
un hombre generoso, inteligente, decidido y valiente, que fue sometido a una
dura crítica, tanto dentro como fuera de su partido”.
Como decía ayer M. A.
Mellado, el único gobierno de unidad nacional que ha estado a punto de
llegar al Poder es el que logró reunir Suárez contra sí mismo. Del 23-F al 11-M
nos hemos acostumbrado a la conspiración institucional y a la manipulación
informativa. En honor de Suárez, que se ahorró el 11-M, cabe decir que la casta
política que lo liquidó es la que está liquidando España.
Pedrojota Ramírez en su
artículo titulado Suárez o lo nuevo entre lo viejo y lo viejo, comentaba:
Avergüenza oír en estos momentos las
loas que dirigen a Suárez quienes controlan a los jueces, eluden la democracia
interna, no asumen responsabilidades por la corrupción que han fomentado o
comparecen en público sin aceptar preguntas de los medios.
Hay una idea de la conferencia de Ortega
aún más contundente que las que reproduje ayer. Según él la «vieja política» ha
consistido siempre en sacrificar a «la Nación para el Estado» mientras que la
«nueva política» se resume en conseguir que «el Estado sea para la Nación». Esto
es lo que pretendió Adolfo Suárez. Y después de él nadie.
Es evidente que, con independencia de
todos los artículos, noticias y portadas en prensa, de estos días, la
ciudadanía española ha sabido dar un sentido pésame por la muerte de Adolfo
Suárez. Si recopiláramos todas las manifestaciones de cuantos ciudadanos se han
expresado en los medios públicos y en las redes sociales, podríamos concluir
que el sentir de los españoles en general ha sido un mensaje a los actuales
gobernantes: que copien de Adolfo Suárez para resolver los problemas de España.
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