lunes, 24 de marzo de 2014

La muerte de Adolfo Suárez, ‘Padre de la Democracia’, conmociona al país.

Adolfo Suárez ha sido uno de los grandes gobernantes de España, la persona que encarnó como la virtud esencial de la política la amistad civil, poseedora de una fuerza de transformación inmensa. A otra escala, con otro dramatismo, es el mismo método que hizo grande a Mandela. Todo un ejemplo a estudiar y aplicar.  

Con una extraña unanimidad en estos tiempos que corren, y solo con microscópicas excepciones por el lado de la extrema derecha, Suárez ha recibido tras su muerte el reconocimiento que este país le debe.

En pocos años, llevó a cabo con éxito una tarea realmente histórica: pilotar la Transición, convertir un Estado autoritario, con querencias dictatoriales e impulsos de volver atrás, en una democracia que despertó un gran tiempo de esperanza y de diálogo como en España hace décadas y décadas que no ha conocido. Porque este país, incluso antes de entrar en la fragmentación propia de toda sociedad desvinculada, ha sido incapaz en la mayoría de ocasiones de escuchar al adversario político y ver en el “otro” a alguien que también pretende construir o conservar lo que considera mejor para todos. Eso es lo que Suárez hizo.

Acierta Rajoy cuando lo caracteriza como de hacedor de concordia -acierta pero no aprende-. Porque Adolfo Suárez se hizo grande por su capacidad para construir la amistad civil, la primera virtud política, sin la que no puede existir el bien común. Los hombre que persiguen el bien de la ciudad han de aprender a sentarse juntos y hablar de sus distintas razones. Eso es lo que hizo Suárez en tiempos difíciles. Empezó con la Ley de la Reforma Política que transformó el régimen de Franco, siguió una difícil ley de amnistía de 1977, necesaria para restituir la credibilidad, cruzó la línea roja de la legalización del Partido Comunista, y lo culminó con una Constitución que ha dado estabilidad y flexibilidad al país, antes que los que aplican la metodología contraria a la de Suárez se la carguen, convirtiéndola en una norma que ya no es de todos sino de quien controla un desprestigiado Tribunal Constitucional. Y todo esto lo hizo en medio de una durísima crisis económica, la provocada por el primer y segundo impacto del incremento de los precios del petróleo, que llevó a Europa a la estanflación. Los Pactos de la Moncloa culminaron el proceso en el ámbito económico y social. La recuperación de la Generalitat republicana, con Tarradellas al frente, y del Gobierno Vasco, incardinándolos en una legalidad todavía post franquista, es un acto de visión y audacia política increíble. Todo esto es un modelo ejemplar, un patrimonio de todos, y un ejemplo que tiene un líder destacado en Adolfo Suárez. No solo él, claro. Esta fue una época de grandes hombres políticos que tenían bien aprendida la lección histórica de los daños del desacuerdo radical.

Cuando desde la Doctrina Social de la Iglesia se solicita una determinada manera de hacer política, el nombre de Suárez debe figurar como un modelo a estudiar, porque llevó a cabo aquello tan necesario como utilizar sus virtudes para el bien común, y contener sus defectos lo mejor que supo y pudo, y fue mucho. Gloria a Suárez, el gobernante que hizo suyo a Aristóteles y a Santo Tomas sin haberlos estudiado. El gobernante que entendió que la verdad existe como un espejo roto: cada uno tiene una parte y su aportación es cooperar a reconstruirlo. Hoy, en nuestra democracia, todos tienen su espejo. Ya no hay uno común a reconstruir. Se trata de destruir los espejos de los demás.

Adolfo Suárez, es un mito para una España que en la actualidad en una incrédula de la política.
Su muerte, rápida desde que su hijo anunciara de forma inusual el desenlace, ha consternado a todos los políticos, pero sobre todo a la ciudadanía española, que ha demostrado el aprecio que le tenía como persona y como compendio de valores que deberían ser retomados por los políticos actuales: telegenia, capacidad de liderazgo, atrevimiento, valentía, determinación, habilidad, pactismo, una ligera retórica populista, desclasamiento y ese final de llanero solitario, en su momento menospreciado.

Sus últimas horas han dado lugar a distintas manifestaciones:

Decía Enric Juliana Madrid que fue un hombre que murió cuatro veces: el 29 de enero de 1981, cuando se vio obligado a dimitir como presidente, en medio de fuertes rumores de golpe de Estado (rumores materializados el 23 de febrero de aquel año); en 1991, durante su definitivo alejamiento de la política, tras los flojos resultados de su partido de bolsillo, el Centro Democrático y Social; en el 2003, al iniciar un progresivo alejamiento del mundo consciente, como consecuencia del alzheimer, y, finalmente, la muerte clínica, ayer, 23 de marzo del 2014, al filo de las tres de la tarde.

Mariano Rajoy calificó a Suárez de “hombre de concordia” y destacó de manera especial su capacidad para forjar consensos. “Su amor por España –dijo– resultó decisivo para reforzar los vínculos que nos unen y para realzar la diversidad que nos enriquece”. Elípticamente, Rajoy se presentó como continuador de ese legado: entendimiento, concordia y solidaridad entre los españoles.

Alfredo Pérez Rubalcaba, secretario general del PSOE, también quiso utilizar el concepto unidad: “Suárez supo unir a quienes desde posiciones políticas distintas compartían con él un compromiso por la libertad”. Felipe González, su gran adversario y competidor electoral entre 1977 y 1981, remarcó la aportación suarista a la democracia y el pluralismo. José María Aznar, que en su juventud publicó en el diario La Nueva Rioja artículos de alarma e indignación por la manera como Suárez enfocaba la cuestión territorial, reservó al fallecido “un puesto de honor en la histo-ria de España”, no sin recordar que había sido su contrincante (electoral) y, después, “un aliado y amigo”.

Miquel Roca, líder de CiU en Madrid entre 1977 y 1995, le presentó como líder indiscutible de la transición. Artur Mas le agradeció en nombre del pueblo de Catalunya el restablecimiento de la Generalitat en 1977 (una de sus decisiones de mayor calado y audacia táctica) y subrayó su atrevimientito y capaciad de riesgo. La tangente suarista también estimula al soberanismo.

José Pedro Pérez Llorca, gran colaborador y amigo del expresidente, el padre de la Constitución más parco en palabras, observador irónico y preocupado de la actual situación española. “Fue un hombre generoso, inteligente, decidido y valiente, que fue sometido a una dura crítica, tanto dentro como fuera de su partido”.

Como decía ayer M. A. Mellado, el único gobierno de unidad nacional que ha estado a punto de llegar al Poder es el que logró reunir Suárez contra sí mismo. Del 23-F al 11-M nos hemos acostumbrado a la conspiración institucional y a la manipulación informativa. En honor de Suárez, que se ahorró el 11-M, cabe decir que la casta política que lo liquidó es la que está liquidando España.

Pedrojota Ramírez en su artículo titulado Suárez o lo nuevo entre lo viejo y lo viejo, comentaba:
Avergüenza oír en estos momentos las loas que dirigen a Suárez quienes controlan a los jueces, eluden la democracia interna, no asumen responsabilidades por la corrupción que han fomentado o comparecen en público sin aceptar preguntas de los medios.
Hay una idea de la conferencia de Ortega aún más contundente que las que reproduje ayer. Según él la «vieja política» ha consistido siempre en sacrificar a «la Nación para el Estado» mientras que la «nueva política» se resume en conseguir que «el Estado sea para la Nación». Esto es lo que pretendió Adolfo Suárez. Y después de él nadie.

Es evidente que, con independencia de todos los artículos, noticias y portadas en prensa, de estos días, la ciudadanía española ha sabido dar un sentido pésame por la muerte de Adolfo Suárez. Si recopiláramos todas las manifestaciones de cuantos ciudadanos se han expresado en los medios públicos y en las redes sociales, podríamos concluir que el sentir de los españoles en general ha sido un mensaje a los actuales gobernantes: que copien de Adolfo Suárez para resolver los problemas de España.



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